"No me cabe duda de que seguirá habiendo música. Para mí la música es el arte más elevado, y probablemente el primero de todos. También el más necesario. Así que seguro que seguirá habiendo música. No sé cómo, pero la habrá."

Fuente: Entrevistas 'Así pasen cien años'. Entrevista a Javier Marias. El País. 16/02/2015

 

"Los políticos que nos quieren arrebatar la cultura son criminales"

Zubin Metha

Fuente: El País. 31/Oct/2013


Sobre Eugenio Trías.
"La mente lúcida indaga en el enigma de la música, en país tan musicalmente desdeñoso." José Luis Gutiérrez
Fuente: El Mundo. 10/02/2013.
                   
                     
"La música es una forma de conocimiento que salva; una gnosis cuyo objetivo es la salud (física, anímica, espiritual). Salud de las personas; salud también de toda la humanidad, que es aclamada en el final de la Novena sinfonía" (de Beethoven)
Eugenio Trías. "La imaginación sonora. Argumentos musicales". Galaxia Gutenberg, Cículo de Lectores. Barcelona, 2010.


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La caracola del 'Culip IV'
Arturo Pérez Reverte

Son media docena, bronceados y quemados por el sol mediterráneo. También son jóvenes, brillantes, y la perra España aún no se les ha comido las ilusiones, aunque lo procura. Quisieron ser arqueólogos, y lo son. No en plan aventureros de película sino de los otros, los de verdad. Arqueólogos de los serios. Más Howard Carter que Indiana Jones. Y claro. Pagaron puntualmente el precio de su vocación. Y lo pagan, por supuesto. Lo siguen pagando. Nunca mejor dicho: de su bolsillo, casi. O sin casi. Escasez de subvenciones, becas que llegan tarde o no llegan nunca. Ganan lo justo para comer; y en algunas campañas, ni eso. Lo suyo es rescatar objetos del pasado para mejor comprender el presente. Para establecer la identidad y la memoria. Así que calculen ustedes mismos la prioridad oficial, con crisis o sin ella. En España, insisto. Las facilidades que encuentran para su trabajo. Aun así hay muchos como ellos, dispersos por ahí, trabajando como pueden y donde pueden. Nadie dijo que fuera fácil, ni rentable, hacer realidad ciertos sueños. Éstos lo hacen bajo el agua. Son especialistas en naufragios y navegación antigua: barcos hundidos romanos, fenicios y así. Ahora trabajan en un pecio del cabo de Creus, a veinticinco metros. Dos inmersiones diarias: trabajo duro, peligroso, delicado, sin poder apoyarse en el fondo para no dañar el precario estado de las maderas. Una estructura interesante, cuentan entusiasmados. Casi intacta. Una nave del siglo I antes o después de Cristo.

Día de descanso relativo. El Thetis, el barco nodriza, amarra en Port de la Selva, y los chicos transportan material con el director de la excavación hasta el Centro de Arqueología Subacuática en la zona. Lo que ven les parece el paraíso: cientos de ánforas, piezas de lastre, cepos, cubetas para conservación de maderas rescatadas. Los arqueólogos encargados del Centro también son jóvenes. Les muestran aquello de colega a colega, explican el origen y significado de cada cosa y detallan su historia: la del hallazgo y la reconstruida, imaginada o probada -de eso trata precisamente la Arqueología- sobre su origen. Su papel de menuda pieza en la gran historia de los siglos que, para bien y para mal, nos hicieron lo que somos.

Entre los innumerables objetos sacados del mar, llama la atención una pieza singular: una caracola de casi dos palmos, concha de tritón con el pico serrado y dos improntas de plomo. Éstas, les cuentan, corresponden a los puntos de fijación de una correa que algún marinero se colgaba del pecho. Porque la caracola es lo que ahora un marino llamaría una bocina de niebla, que durante siglos los navegantes usaron para prevenir abordajes y comunicarse entre barcos o dar señales a tierra. Ésta proviene de un naufragio del año 78 d.C.: un barco romano que se hundió hace veinte siglos en Cala Culip, y cuyo pecio fue bautizado por los investigadores como Culip IV.

La caracola dispara la imaginación. Y, como suele ocurrir con estas cosas, los chicos y el director de la excavación intercambian conjeturas. El Culip IV traía en su bodega ánforas con aceite de la Bética, cerámica de las Galias y lámparas de barro hechas en Roma. Se hundió a causa de un temporal o tras tocar una piedra. «Lástima -dice uno de los encargados del almacén-, que no sepamos cómo sonaba la caracola. Lo hemos intentado muchas veces, soplando, pero no sale ningún sonido. Puede que le falte una boquilla que llevara acoplada en el pico, que fue cortado para encajarla». Al oír eso, el director de la excavación mira a uno de los jóvenes arqueólogos de su equipo. «Tu sabes tocar la trompeta -le dice-. Podrías probar, a ver qué pasa». 

Un silencio expectante. Bromeando, el chico que sabe tocar la trompeta coge la caracola, le da vueltas entre las manos y se la acerca a los labios, sin decidirse. «Prueba, anda», lo animan todos. Al fin toma aire, aplica los labios y la lengua en la misma forma en que los pone cuando hace sonar una trompeta, y sopla. Y la caracola suena. Lo hace de pronto, inesperadamente, con un hondo quejido grave, fuerte, sobrecogedor, que de pronto evoca mares sombríos, noches de guardia, costas llenas de peligros; y que los deja a todos mudos y boquiabiertos. Sobrecogidos. Conscientes de lo extraordinario que acaba de ocurrir: después de veinte siglos en silencio, en el fondo del mar, la caracola de aquel pequeño y perdido barco romano ha vuelto a sonar en los labios de un joven arqueólogo. Quizá por primera vez desde que, hace dos mil años, momentos antes del naufragio del Culip IV, alguien a bordo sopló en esa misma caracola para pedir ayuda, o para prevenir un abordaje con otra embarcación mientras se acercaban a la costa entre la niebla.  


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Un joven con un violín 
Arturo Pérez Reverte

Paseo por una calle del Madrid viejo, y al doblar una esquina encuentro a un joven que toca el violín. Lo hace muy bien, interpretando una melodía que desconozco -excepto en un par de registros, mis conocimientos musicales son limitados- pero que me conmueve hasta el punto de hacer que me detenga un poco más allá, escuchando. Y no sólo me conmueve la música. La soledad del joven en esta calle poco transitada, su expresión mientras desliza el arco sobre las cuerdas, la funda del violín que, a sus pies, muestra unas pocas monedas, también me producen una sensación triste. Melancólica.

Desde unos pasos de distancia, lo observo con atención. Sorprende, sobre todo, que parezca español, pues la mayor parte de los músicos callejeros que veo en el centro de Madrid -mariachis, acordeonistas, incluso la orquesta de jazz que suele tocar cerca del hotel Palace- son extranjeros, y en su mayor parte proceden de países del este de Europa. Pero éste parece de aquí, y lo confirmo cuando vuelvo sobre mis pasos, me inclino y pongo sobre la funda del violín un billete de cinco euros. «Gracias», le digo. Y él, sin dejar de tocar, sonríe y responde en perfecto español nativo: «No, por favor. Gracias a usted».

Me alejo calle arriba, dejando atrás la música hasta que se apaga a mi espalda. Pensando, sombrío, en ese joven violinista. El encuentro tenía que haberme alegrado la mañana, me digo. Esa música tan bella. Pero lo cierto es que me ha entristecido. Mucho. Me hace sentir como en otro tiempo, con aquella gente con la que me cruzaba en lugares inciertos: caminando hacia ninguna parte con sus críos y lo poco que habían podido salvar de sus casas destruidas, mientras me preguntaba qué azarosos caminos los habían llevado hasta allí. La felicidad que tal vez dejaban atrás, la pesadumbre de su presente. Y aquellas miradas turbias de fatiga y desesperación. De miedo al futuro. El joven del violín tenía la misma mirada. O quizá, concluyo, soy yo quien la tiene impresa, indeleble, de otros tiempos y lugares que en el fondo siempre y de alguna forma son los mismos, y me limito a aplicársela a ese joven. A enfocarlo con ella, incómodo botín de vida, a él y a su conmovedor violín. A transferirle mis propios fantasmas.

Recuerdo algo que leí hace poco. Una carta que alguien me hizo llegar: un padre de una muchacha que estudia música. Vulgar historia, como tantas otras diversas y tan parecidas entre sí, de jóvenes nacidos en el tiempo equivocado; en el país inadecuado, lleno de trabas burocráticas, de zancadillas oficiales, de vilezas corporativas, de desidia y de contumaz ignorancia. La historia de siempre: ciencia, cultura. Música. Desdén y olvido. Aquel padre se lamentaba de la situación de la música en España: desinterés oficial, aberraciones académicas, sálvese quien pueda, chiringuitos provinciales minoritarios, taifas de músicos locales que se buscan la vida repartiéndose entre ellos, casi en privado, lo poco que cae. Y esa chica o muchacho brillantes, con ganas y talento -el que acabo de encontrar tocando el violín podría ser uno de ellos-, que tal vez destacó en los estudios, que ha dado humildes conciertos o estrenado pequeños logros en una ciudad, la suya, donde los críticos locales y quienes tienen en sus manos los resortes del asunto ni se molestaron en asistir; y que, luchando por abrirse paso, se presenta a certámenes, gana pequeños premios que no sirven para comer ni para seguir adelante, se esfuerza por conseguir esa beca que, cuando existe, nunca le dan, y acaba quedándose en su casa, tocando para su familia y sus amigos mientras termina los estudios en el conservatorio; consciente de que si su instrumento es orquestal, flauta o violín por ejemplo, tal vez consiga formar parte de algún grupo de jóvenes o no tan jóvenes que toquen por amor al arte, o casi. Sabiendo que su máximo triunfo, si lo acompaña la suerte, será llegar a profesional de la música como profesor de grado elemental o de piano, en el mejor de los casos, en un conservatorio donde podrá formar a chicos con talento y ganas que acabarán tan frustrados y amargos como él. En cuanto a lo otro, la posibilidad de llegar a donde debería y a donde puede, a concertista, compositor o director de orquesta, sólo le quedará un camino: coger su instrumento, hacer la maleta y largarse -si es que aún está a tiempo y puede- de esta tierra suicidamente inculta, enferma de sí misma y sin futuro. Intentarlo fuera, lejos, como tantos otros, si no quiere convertirse en el joven que toca el violín en una calle solitaria de Madrid, transmitiendo, a quienes escuchen con un mínimo de lucidez su bellísima melodía, menos placer que tristeza.   
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"En el mundo de hoy, la música tiene una omnipresencia cacofónica en restaurantes, aeropuertos y lugares parecidos, pero es que precisamente esta omnipresencia es lo que representa el mayor obstáculo para la integración de la música en nuestra sociedad. Ninguna escuela eliminaría de sus programas el estudio de la lengua, las matemáticas o la historia y, sin embargo, el estudio de la música, que engloba tantos aspectos de estos campos e incluso puede contribuir a una mejor comprensión de ellos, a menudo es ignorado del todo". (Daniel Barenboim. “El Sonido es vida”).

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"La música no es moral ni inmoral. Es nuestra reacción ante ella lo que hace que se vuelva una u otra cosa en nuestra mente". (Daniel Barenboim. “El Sonido es vida”).

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"El ser humano, desgraciadamente, tiene tendencia a impregnar a los objetos de autoridad moral para librarse de toda responsabilidad" (Daniel Barenboim. “El Sonido es vida”).

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"La vida sin música sería un error"  Nietzsche.

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"Lo que engancha a uno (se refiere a la música), a otro lo repele; no a causa de alguna cualidad absoluta presente en la música misma, sino por lo que la música ha venido a significar para esa persona en tanto que miembro de una cultura o grupo concreto" (John Blacking. "¿Hay música en el hombre?").

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"...el desarrollo tecnológico trae consigo un cierto grado de exclusión social: volverse audiencia pasiva es el precio que algunos tienen que pagar por pertenecer a una sociedad superior, cuya superioridad se apoya en la aptitud excepcional de unos pocos escogidos." (John Blacking. "¿Hay música en el hombre?).

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"La música es omnipresente en la cultura humana. Se conocen sociedades sin escritura y hasta sin artes visuales, pero no hay ninguna que no produzca algún tipo de música." (Philip Ball. "El instinto musical. Escuchar, pensar y vivir la música").

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"Luego me explicó como era la flauta. Dijo que era al revés de las demás y que había que tocarla en medio de un gran estruendo, porque en lugar de ser, como en las otras, el silencio, fondo y el sonido, tonada, en ésta el ruido hacía de fondo y el silencio daba la melodía. La tocaba en medio de las grandes tormentas, entre truenos y aguaceros, y salían de ella notas de silencio, finas y ligeras, como hilos de niebla. Y nunca tenía miedo de nada." (Rafael Sánchez Ferlosio. "Alfanhuí").

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"La combinación del desarrollo de la esfera pública y la consiguiente transformación de los espacios y lugares culturales, la secularización y la correspondiente sacralización de la cultura, la revolución romántica, el ritmo cada vez más acelerado de la innovación tecnológica y la irrupción de la cultura juvenil en la segunda mitad del s. XX llevaron a la música a ocupar el primer puesto entre todas las artes, por lo que la categoría, influencia y recompensas materiales respecta." (Tim Blanning El triunfo de la música. los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad).

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Cuando no me ve nadie, como ahora, gusto de imaginar a veces si no será la música la única respuesta posible para algunas preguntas.
(Antonio Buero Vallejo)